Recuerdo una frase que leí hace años en La mano izquierda de la oscuridad. “Es bueno que el viaje tenga un fin, pero al fin es el viaje lo que importa”. Suscribo cada una de sus palabras y, si es así, vaya viajes recorrió Ursula K. Le Guin. Y cuántos viajes nos proporcionó a todos los que nos hemos sumergido en sus historias.
En estos días posteriores a su muerte, son muchos los que han escrito sobre ella. Y hay mucho que decir. Su padre, antropólogo. Su madre, escritora. Por su infancia transitaron personajes como J. R. Oppenheimer, uno de los creadores de la bomba atómica, o Ishi, último miembro conocido del pueblo amerindio de los yanas, masacrado por los colonos blancos en su expansión por el continente.
Podríamos hablar de sus primeros relatos, cuando Úrsula no había alcanzado siquiera la primera década de existencia. O de cómo sus primeras cinco novelas, escritas en la década de los cincuenta, fueron todas ellas rechazadas por diversos editores.
Quizá deberíamos citar cada uno de los premios que le concedieron, que se cuentan por decenas. Hugos, Nébulas, Locus… los más importantes galardones para la literatura de género a nivel mundial.
Sin embargo, ya hay miríadas de artículos que os hablarán con más detalle de todo lo anterior. Quiero que mi perspectiva sea otra. Me gustaría contaros por qué creo que alguien como Ursula K. Le Guin es importante para todos nosotros, lo sepáis o no.
Para ello, me voy a permitir una pequeña digresión.
La ciencia ficción, durante mucho tiempo, fue un género copado por hombres. Ingenieros y físicos, en su mayoría. Percival Lowell, millonario estadounidense y astrónomo aficionado, enardeció la imaginación de sus contemporáneos, a finales del siglo XIX, al interpretar los canali descritos por el astrónomo Schiaparelli en la superficie de Marte como canales ciclópeos, construidos por los habitantes de ese planeta para llevar el agua de los polos hasta las regiones desérticas, más ecuatoriales. Millones de personas fueron seducidas por aquella idea, tan poderosa. En nuestro planeta vecino, una especie inteligente, tal vez seres idénticos a nosotros, con una tecnología formidable, luchaban contra la muerte misma de su mundo. En parte, el nacimiento de la ciencia ficción moderna bebe de este acontecimiento. No importa que, como muchos sugieren hoy, lo que Lowell veía a través de su telescopio, en la superficie de Marte, no fuesen canales, sino la sombra misma de los capilares de sus ojos, trazando las líneas oscuras que él interpretó como aquellas obras de ingeniería.
Una ilusión óptica dibujó el mapa de nuestros anhelos: reencontrarnos a nosotros mismos en otros mundos, entre las estrellas.
Los humanos no somos, únicamente, seres que piensan y construyen. Somos, antes que nada, seres que sueñan. Necesitamos de un Julio Verne que sueñe con llegar a la Luna para que, después, nuestros avances en la técnica y en el conocimiento puedan llevarnos hasta ella.
Durante mucho tiempo, los avances tecnológicos eran la seña de identidad principal en las historias de ciencia ficción. Más adelante, la biología enriqueció el género, planteando la existencia de biosferas diversas, donde la vida misma pudo evolucionar de formas distintas y fantásticas, sin tener porqué seguir el mismo rumbo que en la Tierra. Sin embargo, durante muchas décadas, fueron pocos los escritores que pusieran el acento en las posibles transformaciones sociales y morales, no únicamente en lo referente a lo tecnológico. Le Guin, por otra parte, pensaba de forma distinta.
Para Ursula K. Le Guin, la ciencia ficción proporcionaba un laboratorio inmenso, en donde distintas facetas de nuestra sociedad podían ser reelaboradas y confrontadas con otros planteamientos y entornos, permitiéndonos reimaginar aquello que nos hace humanos. En 1969, su obra La mano izquierda de la oscuridad ofrecía un espacio de reflexión en el que el género y la identidad sexual aparecen como una realidad fluida, intercambiable y viva.
El otra obra fascinante en su haber, El nombre del mundo es Bosque, Le Guin nos invita a reflexionar sobre cómo estamos unidos al destino de la biosfera que nos envuelve y, si esta es atacada y vejada, entonces estamos atacándonos a nosotros mismos. Temas relacionados con los terribles efectos del colonialismo, el imperialismo cultural o las relaciones entre la consciencia y el sueño, también tienen cabida en este escrito.
En su novela Los Desposeídos reintrodujo en el discurso intelectual de su época el anarquismo de Kropotkin y su íntima relación con parte de los planteamientos taoístas. Nos invitaba, así, a imaginar otro mundo posible.
Frente al discurso que tanto ha calado en nuestras sociedades, aquel del There is no alternative, que pronunció hace unas décadas Margaret Thatcher, Le Guin nos recordaba que sí existe tal alternativa, con tal de que seamos capaces de imaginar su existencia, entre todos.
El futuro se construye con la suma de nuestros anhelos y miedos colectivos. Construimos nuestras vidas en forma de relatos, intentando encontrar el sentido a nuestro día a día, buscando una pizca de certezas que nos ofrezcan alguna ilusión de control. Ursula K. Le Guin fue una escritora que nos regaló un inabarcable imaginario con el que no sólo nos invita a disfrutar de sus historias en mundos lejanos: nos ofrece la posibilidad de reflexionar sobre nosotros mismos, reinterpretar nuestro presente y, quizá, imaginar un mejor futuro para todos nosotros.
Hoy, más que nunca, necesitamos de soñadoras como Le Guin. Su legado forma parte de nuestra historia y, es posible, también de la historia que aún está por venir.